martes, 17 de enero de 2017

La navaja



Todo lo necesario para el viaje está colocado sobre la cama, dispuesto y alineado con cuidado. La mochila, las prendas, las botas, el sombrero… La navaja pasa un poco desapercibida en una esquina de la cama, con una inanimada e imposible vocación de no molestar. Las cachas son de plástico nacarado, y la hoja, de unos cuatro dedos de largo y llena de marcas y melladuras tras años de pacientes afilados, baila un poco. Ya no corta mucho, y apenas pincha, pero eso al viajero poco le importa. Es profundamente simbolista. También cree un poco en el alma de los objetos inanimados, y siente, o quiere sentir, que parte del espíritu del abuelo, tras tantos años de usarla para rebañar con tenacidad postguerrista los huesos de los guisos, de cortar el pan y de pinchar trozos de tortilla, ha impregnado la navaja. Así que la sostiene con veneración en la palma de su mano, acaricia con cuidado las gastadas y brillantes cachas,  y la guarda en el bolsillo del chaleco. Después empieza a llenar la mochila, hasta que todo el equipaje está concentrado en el fardo de tela con correajes y bolsillos que habrá de llevar a la espalda durante las dos próximas semanas. El viajero se carga la mochila a la espalda, se coloca en bandolera la bota de vino, tensa, llena con la mezcla de caldos recios y golosos que le han preparado en la bodega del pueblo, y ajusta el sombrero de tela sobre su cabeza. Siente, en todo momento, la mirada desaprobatoria, resignada, de su mujer, y se contempla en el espejo del dormitorio. Se siente ridículo con los pantalones cortos, como un “boy scout” avejentado y decrépito, calvo, con una pierna medio inútil, más corta que la otra, perforada, cortada, injertada, retorcida hasta la saciedad en mil y un experimentos de quirófano. Se mira a los ojos fija, obsesivamente, como si buscara en su azul desvaído un buen augurio para el viaje, la confirmación de que las fuerzas no le fallarán, de que su mente frágil no se rendirá como en tantas otras ocasiones. Por fin, con un suspiro de resignación, abandona la mirada que a su vez lo interroga desde el espejo y sale de la habitación.