martes, 17 de enero de 2017

La navaja



Todo lo necesario para el viaje está colocado sobre la cama, dispuesto y alineado con cuidado. La mochila, las prendas, las botas, el sombrero… La navaja pasa un poco desapercibida en una esquina de la cama, con una inanimada e imposible vocación de no molestar. Las cachas son de plástico nacarado, y la hoja, de unos cuatro dedos de largo y llena de marcas y melladuras tras años de pacientes afilados, baila un poco. Ya no corta mucho, y apenas pincha, pero eso al viajero poco le importa. Es profundamente simbolista. También cree un poco en el alma de los objetos inanimados, y siente, o quiere sentir, que parte del espíritu del abuelo, tras tantos años de usarla para rebañar con tenacidad postguerrista los huesos de los guisos, de cortar el pan y de pinchar trozos de tortilla, ha impregnado la navaja. Así que la sostiene con veneración en la palma de su mano, acaricia con cuidado las gastadas y brillantes cachas,  y la guarda en el bolsillo del chaleco. Después empieza a llenar la mochila, hasta que todo el equipaje está concentrado en el fardo de tela con correajes y bolsillos que habrá de llevar a la espalda durante las dos próximas semanas. El viajero se carga la mochila a la espalda, se coloca en bandolera la bota de vino, tensa, llena con la mezcla de caldos recios y golosos que le han preparado en la bodega del pueblo, y ajusta el sombrero de tela sobre su cabeza. Siente, en todo momento, la mirada desaprobatoria, resignada, de su mujer, y se contempla en el espejo del dormitorio. Se siente ridículo con los pantalones cortos, como un “boy scout” avejentado y decrépito, calvo, con una pierna medio inútil, más corta que la otra, perforada, cortada, injertada, retorcida hasta la saciedad en mil y un experimentos de quirófano. Se mira a los ojos fija, obsesivamente, como si buscara en su azul desvaído un buen augurio para el viaje, la confirmación de que las fuerzas no le fallarán, de que su mente frágil no se rendirá como en tantas otras ocasiones. Por fin, con un suspiro de resignación, abandona la mirada que a su vez lo interroga desde el espejo y sale de la habitación.

martes, 26 de enero de 2016

A mero pinrel...

Cuando Camilo José Cela echó a andar por la Alcarria, el rock’n’roll  todavía se cocía a fuego lento en el alma de las guitarras de los cantantes de blues, macerándose en alcohol, sudor y desesperación. Europa se arrastraba por las ruinas humeantes en estado de shock, reventada a golpes y violada por vencedores y vencidos, con los ojos supurando locura y terror. España olía a hambre, rencor y derrota, y un aire pegajoso, impregnado del hedor de un millón de muertos, todavía asfixiaba al país. Casi setenta años después, yo también eché a andar por la Alcarria en una sofocante mañana del mes de Julio. No lo hice para encontrarme a mí mismo. Nunca he entendido esa expresión. Como decíamos entre carcajadas mi amigo Juanjo y yo, frente a un vaso de vino, que es donde se dicen las cosas más trascendentes y a la vez más ridículas, a esta edad ya deberíamos habernos encontrado hace tiempo.  Eché a andar por culpa de tres cuartos de tomates.

No puedo concretar el año en el que leí el fragmento de “Viaje a la Alcarria” que al cabo de casi cuarenta años me llevaría a internarme por esas tierras. Es algún momento entre 1977 y 1980. No recuerdo tampoco que dicho fragmento me causara una impresión especial, aunque es evidente que me equivoco, y aquellas líneas permanecieron indelebles en algún rincón de mi mente, inmunes a las sucesivas capas de recuerdos y sensaciones que caen sobre los recuerdos de la niñez. Sí recuerdo el nombre del maestro que pastoreaba pacientemente a los alumnos de Lengua en el colegio Mossén Jacinto Verdaguer, de Cornellà de Llobregat, en aquellos años finales de la década de los setenta. Don Jesús Ruiz, Maestro con mayúsculas, de gesto adusto, manos manchadas de tiza, terco desasnador profesional de generaciones de niños. Él me hizo leer en voz alta (o igual no fui yo, pero permitidme que me tome esta pequeña licencia) el fragmento de marras. El de los tomates. 

El viajero, de Guadalajara sale a pie por la carretera general de Zaragoza, al lado del río. Es el mediodía, y un sol de justicia cae, a plomo, sobre el camino. El viajero anda por la cuneta, sobre la tierra; el asfalto es duro y caliente, y estropea los pies. A la salida de la ciudad el viajero pasa por un merendero que tiene un nombre sugeridor, lleno de resonancias; por un merendero que se llama Los misterios de Tánger. Antes ha entrado en una verdulería a comprar unos tomates.
-¿Me da tres cuartos de tomates?
-¿Eh?
-La vedulera es sorda como una tapia.
-¡Que si me da tres cuartos de tomates!
La verdulera ni se mueve; parece una verdulera sumida en profundas cavilaciones.
-Están verdes.
-No importa; son para ensalada.
-¿Eh?
-¡Que me es igual!
La verdulera piensa, probablemente, que su deber es no despachar tomates verdes.
-¿Va usted a Zaragoza, por un casual, a cumplir una promesa?
-No, señora.
-¿Eh?
-¡Que no!
-Pues antes iban muchos a Zaragoza; llevaban también el equipaje colgando.
-Antes sí, señora. ¿Me da tres cuartos de tomates?


No sé si es este exactamente el fragmento que leí, o recuerdo leer, en el Verdaguer hace tantos años. Probablemente empezara o acabara unas frases antes, o después. No tiene importancia.  Pero ese extracto del “Viaje a la Alcarria”, incluido en un libro de texto de Lengua para la EGB me llevó, más de treinta años después, a recorrer a pie los lugares por los que transitó Cela en 1946. A mero pinrel, con una mochila a la espalda y una bota de vino colgando del hombro. Salí, como él, “a que no me pasara nada”, pero principalmente a cumplir con una cita que inconscientemente me autoimpuse desde ese momento en el que ese fragmento del “Viaje a la Alcarria” se enseñoreó de mi mente. No era yo, cuando emprendí el viaje, un treintañero enjuto como el Cela que recorrió los paisajes alcarreños en 1946, ni tampoco el orondo casi setentón que los volvió a visitar en 1985 a bordo de un Rolls.  Estaba, por así decirlo, instalado en un término medio, con más kilos y años que el Cela de 1946, pero menos que el de 1985. Caminé buscando las sendas por las que caminó Cela. Unas habían desaparecido, otras no supe encontrarlas, y en otras coincidí, más o menos, con sus pasos. Me emocioné hasta la lágrima, que la tengo fácil y casi siempre presta, reí, canté, padecí sed, apreté los dientes cuando las ampollas de los pies me martirizaban a cada paso y anduve durante largas horas por asfaltos que hervían bajo mis botas y negaban los caminos rurales de mi idealizado trayecto. Conocí a personas que me brindaron su amabilidad, o su indiferencia, aunque por fortuna nunca su antipatía. Fui protagonista de episodios chuscos, casi surrealistas. Me desesperé perdido por una montaña, mirando angustiado el sol que se ocultaba y las sombras que se cernían sobre mí, y acabé aliviado por dormir esa noche en un banco de piedra, con el magro abrigo de unas camisetas que con tozuda insistencia caían al suelo. Comí bien, bebí mejor, y hubo momentos en los que agradecí a un Dios en el que no creo que me deparara fugaces instantes de paz y felicidad, con una copa de buen vino en la mano y unos torreznos recién hechos en un plato. En definitiva, deambulé por la Alcarria sin prisas, contento dentro de las penalidades, eufórico a veces, siempre emocionado. Es ahora el momento de compartir mi periplo con vosotros, de rescatar de mi pobre bagaje literario las palabras que me permitan expresar el sentimiento con el que cada mañana, durante esos inolvidables días, iniciaba el camino. A ver qué pasaba. A que no me pasara nada. A mero pinrel.